Viernes, 23 de mayo de 2008 EXPERIENCIAS Bienvenid@ a casa Desde hace cuatro años existe una ley nacional que protege los derechos de las madres y sus hijos o hijas en el momento del parto y el nacimiento. Sin embargo, esta herramienta es prácticamente desconocida o deliberadamente ignorada por los sistemas de salud pública o privada que siguen considerando el parto como un hecho médico. Tal vez porque resulta difícil negociar lo que una quiere y con quien, en un momento de tanta vulnerabilidad, es que muchas mujeres –a pesar de los costos económicos– deciden parir en sus casas, en la intimidad, lejos de las intervenciones médicas y las reglas de cualquier institución; y cerca de esos olores y colores cotidianos que hacen al nido propio.
Por Roxana Sandá Parir. Algo así como estimular el milagro. Un vértigo infinito que sin embargo aguijonea los tiempos urgentes del cuerpo. Una revolución de la sangre en estado puro. El instante preciso de recibir lo que se acarició por meses en un vientre tirante. La vida que desgarra cada punto cardinal de piel. El jadeo amplificado del dolor. La alegría hecha transpiración y cansancio, que atraganta y enmudece. Y al cabo, la sensibilidad de la mujer elevada al infinito, atrapada en espirales de tactos, goteos, episiotomías, retos y cesáreas. El anhelo idílico se convierte entonces en el peor extracto de confusión, prácticas invasivas, humillación y debilidad que le tienen reservadas la mayoría de las instituciones médicas, donde parto humanizado se reduce a un conjunto de leyes con telaraña y parto domiciliario es sinónimo de enajenación mental. En la Argentina, cerca de un 80 por ciento de mujeres que parieron a sus hijos en sanatorios y hospitales pasaron por la episiotomía, un corte en la vagina para agrandar el canal de parto; un porcentaje similar de cesáreas se realiza en el sector privado. El 70% encontró sus brazos canalizados por vías con suero y oxitocina para acelerar e intensificar las contracciones; a la mayoría le rasuraron los genitales; todas debieron entregar a sus hijos recién paridos al neonatólogo o la neonatóloga de turno y reencontrarlos horas después, con la angustia derrapada en llanto. Agencias como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Red Latinoamericana y del Caribe para la Humanización del Parto y del Nacimiento (Relacahupan) y aun el Ministerio de Salud de la Nación advierten que esas prácticas atrasan por lo menos veinte años, pero las declaraciones están lejos de desalentarlas. “Cuando mis hijas nacieron ya era médico, y siempre me impresionó el mal trato en los partos”, reveló hace poco el ex ministro de Salud, Ginés González García, que reivindica el derecho a gozar de un parto humanizado. “No importa si la mujer prefiere dar a luz en forma horizontal o vertical, sino que sea humanizado. Por eso, quisiera que el parto tuviera una relación más amigable con la madre, no sólo desde el momento de dar a luz, sino desde el momento en que empieza el embarazo.” La Semana Mundial por un Parto Respetado, del 12 al 18 de este mes, rescató, entre otras cosas, el contacto inmediato continuo entre la madre y el niño o niña recién parida como la clave de un buen comienzo, y cuestionó la visión hospitalaria del parto y el nacimiento como patologías a tratar. “Humanizar es lo contrario a mecanizar o repetir”, explica la obstetra Claudia Alonso Werner, asesora médica de la asociación civil Dando a Luz y pionera en la promoción de los derechos de las mujeres. “El parto humanizado es reconocer la singularidad de cada mujer y disponer de los recursos adquiridos en nuestra formación como médicos para que su aplicación sea amable, creativa y oportuna.” Alonso tuvo a su primer hijo en un sanatorio, con las tradicionales de la ley médica, y a la más pequeña en casa, acompañada por su marido, un médico y una partera. “A partir del nacimiento de mi hija decidí abocarme a los partos domiciliarios. Fue la constatación de lo que ya sabía: no debemos hacerles cosas a los cuerpos de las mujeres, simplemente tenemos que prestarles atención. Y las embarazadas tienen derecho a saber de qué se trata un parto y a reincorporarlo como lo que fue siempre, un tema de mujeres compartido entre mujeres.” “Del parto domiciliario me maravillaba la idea de no tener que pedir permiso para todo”, recuerda Lucrecia Rojas, puericultora de la Maternidad Sardá, pareja de un médico y madre de tres niños. “Siempre estuvimos en la búsqueda de un parto menos intervenido. El de mi primer hijo fue de librito médico; no faltó nada. El segundo parto fue con un obstetra maravilloso, sin peridural y en la posición que quise. Al último lo parí en casa hace ocho meses, y resultó la experiencia más maravillosa de mi vida”, valora en una enumeración de bondades. “Desde ya que no hubo ninguna práctica médica invasiva. Sólo estuvieron la obstetra y el neonatólogo, que llegó más tarde para revisar al gordo. Preservamos la intimidad con mi pareja, pude parir en una bañera con agua calentita, adopté las posturas que quise, ¡dirigí el parto hasta en la expulsión de la placenta! Y nadie nos separó de nuestro hijo; le di la teta, nos acostamos los tres juntos y le canté toda la noche, porque no cabía en mí de euforia.” Cuando la mujer elige algo diferente, como parir en casa, el castigo social es más grande, asegura la partera Marina Lembo, que trabajó en hospitales públicos y ahora sólo practica partos domiciliarios en forma independiente, en honor al oficio más antiguo de atender a las mujeres sanas. “Por fortuna, a ese castigo se le contrapone la cultura del nacimiento, que está cambiando. En la Argentina hay cada vez más demanda de parteras y partos domiciliarios. Hace quince años, en provincia de Buenos Aires éramos seis; hoy, unas 30 colegas no damos abasto para asistir a las mujeres en sus casas.” Lembo describe con pasión el uso de recursos saludables que preserven la normalidad del proceso, la función contenedora de la partera, el acompañamiento “de parejas alucinadas por haber visto parir a sus hembras” y el detalle esencial que define al parto domiciliario como un acto orgásmico. “El parto en casa es placentero, protagónico, arduo, de transpirar la camiseta. Es la posibilidad de tener un hijo vivaz y sano, y además de poder comer, de que te mimen, de esquivarle el cuerpo a los manoseos, a las drogas, a los ojos de diez practicantes, al desfile interminable de médicos, enfermeras y anestesistas por delante de tus genitales.” La OMS y la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (FIGO) indican que las mujeres sanas deberían parir en sus domicilios o en casas de parto. De hecho, una ley argentina de los ’50 que nunca fue derogada habilita la creación de estos espacios en la provincia de Buenos Aires. Sacarle la panza a las instituciones médicas implica, de seguro, no estar acostada en una camilla, con las piernas atadas a los estribos, no entrar a un quirófano, no padecer enemas, no escuchar “basta de gritos, empezá a pujar como corresponde”, ni ver cómo le dicen a la pareja que es mejor que se quede afuera. Se sabe que del otro lado hay profesionales saturados de trabajo, mal pagos, con trabas culturales serias y actualización académica pobre. Desde 2006 las parteras no cuentan con certificados de nacimiento para extenderles a los padres de bebés nacidos en partos domiciliarios de la provincia de Buenos Aires. Existen casos de niños que llevan más de un año sin documento nacional de identidad. La gobernación bonaerense prometió distribuirlos, pero sólo reparte en hospitales públicos y a las federaciones médicas, que son las encargadas de repartirlos en sanatorios y clínicas privadas. Mientras tanto, si los padres quieren que sus hijos tengan los papeles al día, deberán presentar dos testigos (inventados) de ese nacimiento privado. Existen muchas formas de castigar la libre opción. En algunos Centros de Gestión y Participación (CGP) de esta ciudad fruncen el ceño cuando ven certificados de partos domiciliarios. En enero de 2006, un abogado del CGP Nº 3, del barrio de La Boca, encerró en una oficina a una pareja que intentó anotar a su bebé y obtener el DNI, para negarse a registrarlo y decirles que “el parto en casa es ilegal”. El individuo, de apellido Gómez, les insinuó la clandestinidad de su elección y rechazó el certificado de nacimiento que le presentaron. Al cabo, dijo, estaba enojado porque no entendía “el capricho de un parto domiciliario teniendo el hospital Argerich a quince cuadras de la casa”. “Hay mucho fundamentalismo de los dos lados. No son pocas las parteras que espantan a aquellas mujeres que desearían acercarse a una alternativa diferente”, sostiene Josefina Giglio, madre con parto en casa de una beba de catorce meses. “Hallar a la partera significó todo un recorrido, en principio porque el parto domiciliario estaba fuera de mi registro; con mi marido siempre tuvimos la visión de que era algo muy hippie o snob, hasta que el obstetra me lo sugirió y recién entonces nos dimos cuenta de que en realidad ansiábamos un parto en el nido propio. Y cuando encontré a la partera justa resultó una adopción entre dos mujeres.” Josefina habla de la fantasía de contracciones insoportables que finalmente “fueron como subirse a una ola”; de la sensación amorosa del “yo te banco” que le transmitió su pareja y le completó la plenitud, del nacimiento de Amanda, que le hizo creer “en la cosa fundacional del ahora somos tres”, de que el embarazo no es en modo alguno enfermedad y por tanto no necesariamente debe estar cruzado por la institución médica, pero que también cada mujer es un mundo y hace lo que puede. “Es un proceso que debe llevarse a escala personal. En mi historia, parir en casa me dio una sensación de empoderamiento increíble. Me dije: soy Gardel.” Existen muchos intereses para que el parto domiciliario no sea masivo, señala la partera Myriam Viceconte, del área de Obstetricia del Hospital de Escobar, y que junto con otras colegas asiste a mujeres que eligen alumbrar en sus casas. “Los circuitos de los laboratorios, de los insumos que se utilizan, el servicio que brindan algunas clínicas del sector privado, colaboran para que la opción no se masifique, pero también es difícil porque muchos profesionales actúan y piensan con una apertura que no acompaña, más bien atemoriza, a la embarazada.” Durante quince años, Viceconte intervino partos hospitalarios según manda la tradición médica, hasta que una compañera le corrió el velo. “Y cambié el eje. Salí del lugar de protagonista y me ubiqué en el de acompañante. Dejé de hacer partos para ver cómo paren las mujeres. Pero entonces cambió mi vida: comencé a dudar de todo lo que había hecho hasta ese momento.” En ese vuelco de escenario de la sala de partos de azulejos blancos y tubos fluorescentes a las casas con olores propios y colores difusos del universo privado, descubrió que podía hacer su trabajo con excelencia y las parejas tenían la chance de parir “amorosamente, con detalles sutiles que sólo dos pueden conocer. Casi diría que cuando una pareja comparte el proceso del parto, nosotras estamos de más. Todavía me da cierto pudor verme en medio de esa situación”. La Ley Nacional 25.929, de 2004, establece con claridad los derechos de padres, madres e hijos o hijas durante el proceso de nacimiento y la obligación de los profesionales a su cumplimiento. Sin embargo, amplios sectores de la salud la ignoran y el común de la población que abarca, la desconoce. Toda mujer embarazada tiene hambre de información, aunque no siempre está en condiciones de hacerla suya. El parto domiciliario es una experiencia fantástica, pero pocas pueden pagarlo, y las obras sociales y prepagas no lo reconocen en su cobertura. Queda echar mano, entonces, del intercambio con otras y otros. Las Doulas de Rosario, mujeres que parieron y acompañan a embarazadas –ésa es la definición de doula–, comprueban a diario que el diálogo es la única garantía de respeto. “Debemos informar sin desalentar o asustar. Si nosotras pudimos vivir plenamente nuestros partos, todas las mujeres pueden hacerlo. Sólo es cuestión de validarlas, informarlas y confiar en su sabiduría femenina.”
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